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Cosas, contextos y valoraciones (incluido en Conversaciones con Félix Sierra)

Tras tocar mil puntos recalamos en esta vieja cuestión. ¿Cómo es que el efecto y valía de una cosa, de una música depende de cuando se hizo y de quién la hizo?

Acerquémonos oblicuamente al tema.

Cuando uno de nosotros contempló una bola de piedra que descansaba en una ligera depresión de otra piedra plana, no sintió nada especial. Pero cuando vio en la etiqueta que se trataba de un artilugio con el que un hombre antiguo molía el grano para hacer harina, y quizá, luego pan, el interés se despertó de golpe. Cuando supo que ese hombre antiguo tenía unos 10 000 años, algo como reverencia le sobrevino. Aquel hombre había diseñado el aparato, lo manejaba rodando la bola en la oquedad y conseguía harina, como nosotros, como algunos molinos de agua que ruedan una piedra sobre el grano de igual manera, con técnica similar, el objeto pues, crecía a los ojos del contemplante. Otros objetos, después, una navaja de afeitarse, con la hoja de obsidiana, un sello, cuya complejidad desafiaba los esfuerzos para dibujarlo. Todo aquello, en definitiva, devenía admirable, portentoso. Y ¿dónde estaba el portento? No en los pobres objetos mismos, toscos y burdos (menos el sello), sino en la significación que adquirían a la luz de lo que pensaba, conocía y sentía el observador.

El filósofo Zubiri, en unas casi célebres conferencias que impartió en Madrid en los años sesenta, creemos, decía algo así como que no percibimos sin más, sino que lo hacemos con un cierto aparato de percibir, es decir, y ahora elucubramos nosotros, que hay unos dispositivos, unos físicos, como los sensores de líneas que hay en el ojo, otros fisiológicos, como la luz ambiente que gobierna la apertura de la retina, o el ruido ambiente que regula la excitabilidad del tímpano; otros psicológicos, como el amos u odio por el objeto percibido, otros culturales, como el saber quien a hecho la cosa, otros afectivos, como objetos de mi padre o de un fulano cualquiera (mi padre lo era para otros, pero no para mi), en fin, todo eso y mucho más condiciona, asite a la percepción de la cosa y determina, por tanto ,a la cosa misma, ya que la cosa misma es una percepción. Así nos ocurría con el molinito primigenio.

A estas alturas ya se comprende que no podemos sostener, como antes, que queremos conocer el objeto mismo con independencia de orígenes u otra circunstancia, porque ese objeto mismo no existe, como acabamos de demostrar brillantemente.

Yendo incluso un poco más allá, podríamos decir que cundo percibimos nos percibimos a nosotros mismos, tomando quizá como pretexto la débil ayuda, que algo que venga de fuera, nos preste.

Esto enlaza con la idea, expresada en otra parte, de que la realidad es lenguaje, que sólo hay lo que hemos nombrado previamente, que  "en el principio era el Verbo". Somos todos seres divinos, pues, creadores de mundos.

Si nos volvemos todavía un poquito alucinados por lo anterior, hacia el arte y sus falsificaciones, hacia la quinta de Beethoven y otras obras "tan buenas como ella" pero de autor desconocido, comprenderemos ya, tras lo anterior, que no podemos hablar de una sinfonía en sí misma, desligada  de todo condicionante histórico, personal, sino que,, como cualquier otro objeto que se presenta a nuestra percepción, es en realidad un fruto de nuestra percepción y su aparato, esa cámara zubiriana llena de cachivaches, a través de los cuales se abre trabajosamente camino ese supuesto objeto a percibir, como dice el refrán popular: "la cosa no es verdad ni mentira, sino que es del color del cristal con que se mira".

Entonces, volviéndonos hacia el Arte, esa cumbre del espíritu humano, esa montaña de oro a la que nos acercamos reverentes, ¿podemos mantener el concepto de valía intrínseca de una obra musical, como La pasíón según San Mateo, o un cuadro de Vermeer o Sueño de una noche de verano?. Dudamos, nos parece que eso no puede ser, que esto viola nuestras más acendradas convicciones y sentimientos respecto al Arte. Pero probablemente esas convicciones sean sólo opiniones como decía Parménides, no verdadero conocimiento.

Recordamos algunos dibujos esquemáticos de cazadores en el arte rupestre. ¿Lo encontramos estremecedor, expresivo, incluso bello. Los bisontes están muy bién, sin duda. Pero ¿no los admiramos más  por la distancia que nos separa de ellos. ¿No los valoramos 'teniendo en cuenta que...'?. Pensemos.

Así que la obra de arte sería un objeto más, contingente, dependiente, influenciado y creado no sólo por el compositor, sino por todos sus contextos y los de los oyentes, críticos, sucesores, que lo colocan en un sitio, en una valía. Algo de esto lo muestran los altibajos que sufren esas obras de arte: se desentierra a Bach, se entierra a Benavente, en un tiovivo oscilante.

No hay valía intrínseca de la obra de Arte, lo sentimos.

Y nos cuesta admitirlo a nosotros mismos.

 


Vuelta al Principio Última actualización:  Tuesday, 09 de July de 2013 Visitantes: contador de visitas